miércoles, 24 de septiembre de 2008

CAMINO A LA PERDICIÓN

“Entrad por la puerta estrecha, porque amplia es la puerta y ancha es la senda que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella”. Mt 7:13


Sólo recuerdo haber salido de la casa de mi amigo alrededor de las dos y media de la madrugada. La noche se encontraba más oscura que en otras ocasiones, no podía divisar la luna, ya que la penumbra se mezclaba con la espesa niebla y se me tornaba imposible ver más allá de mis narices. Comencé a caminar hacia el norte (si es que era ese el norte, porque como ya dije antes la niebla era muy consistente) por una calle angosta, desolada, solo iluminada por pequeñas lámparas colgadas en las bocacalles.
A medida que avanzaba, el marco que rodeaba al camino se tornaba más siniestro. Poco a poco la tierra le ganaba terreno al asfalto y los pozos eran cada vez más pronunciados. Estaba completamente perdido. No parecía haber señales de vida por esos aledaños, solo podía ver las sombras de algo que parecían ser personas, pero no estoy muy seguro de lo que eran, de lo único que estoy seguro es de que en su alma cargaban un pesar demasiado intenso, porque sus rostros estaban prácticamente desfigurados por el dolor, pero no un dolor físico o corporal, sino un dolor más allá de sus entrañas, más allá de la carne y el corazón; eran sus espíritus los que estaban sufriendo, por algo que habían hecho tal vez en esta vida o en alguna vida anterior.
El miedo me invadía y apuré el paso, creía que mientras más rápido caminase, más rápido saldría de ese espantoso lugar. Pero estaba equivocado, la calle se estrechaba cada vez más y las siluetas parecían transformarse en espectros, las estrellas habían desaparecido del cielo, nada ni nadie quería iluminar este lugar en donde, creo yo, se escondía toda la escoria de la raza humana. Quizás no me alcancen las palabras para describir este lugar, podría compararlo con una prisión, pero no con las que se encuentran en el mundo terrenal, sino una prisión del alma, en donde Dios arroja todo aquello que le aborrece, que le produce nauseas, que lo avergüenza, porque se dio cuenta de lo que había creado y ahora era demasiado tarde para arrepentirse.
Cuando sentí que iba a desmayarme, que perdía el equilibrio y mi percepción escuché el ruido del cauce de un río que pasaba a unos doscientos metros. Pronto vi un puente precario, hecho de maderas y sogas podridas que se tambaleaba de un lado al otro. La niebla era aún más espesa a causa de la proximidad del agua. Presentí que algo andaba mal, un escalofrío recorrió mi cuerpo desde el cuello hasta los tobillos. Me decidí a cruzar el puente, pero cuando me encontraba a mitad de camino tome la entupida decisión de mirar hacia abajo. En ese momento se me paralizaron las piernas, mis músculos se contrajeron, comencé a sentir frío, se me revolvió el estómago, sentí náuseas y finalmente vomité como nunca lo había hecho. No se si fue la mezcla del miedo con el asco, pero expulsé una bilis amarillenta y hasta parte de mis intestinos por la boca. El color del vómito se mezcló con el del agua. Aunque la niebla no me dejaba ver bien, podía distinguir que el liquido que corría por debajo del puente (ya que no estoy seguro de que eso fuese agua) poseía un tono rojizo y que sobre él flotaban excrementos, restos humanos, animales muertos y otros elementos que nunca antes había visto.
No se que me impulsó a tomar la decisión de caminar por la orilla del río, debió haber sido que ya no me encontraba en mis cabales y que la curiosidad por saber de donde afluía ese canal me había invadido. Deambulé alrededor de una hora por las costas de esa inmundicia. La naturaleza que enmarcaba la zona cada vez era más extraña; los árboles parecían mirarme, las únicas aves que rondaban la zona eran los cuervos en busca de la carne podrida de los cadáveres que flotaban sobre el rió; vi sombras de animales de los cuales no tenía noción de que existieran.
Me encontraba extenuado, las piernas no me respondían, el cielo parecía aclararse más adelante (recuerden que la luz del sol no llegaba a estos pagos), caminé hacia la claridad, debía haber algo que limitara el comienzo y el final de la zona profana, tal vez una entrada, quizás un alambrado o un muro de piedra. La niebla ya no era tan intensa, podía ver a una distancia de cien metros. Luego de vagar por otra media hora ésta desapareció por completo y detrás de ella se alzo un pueblo pequeño. Al adentrarme en él me di cuenta que se encontraba abandonado. Golpeé todas las puertas, casa por casa, buscando alguien que pudiera socorrerme, que me guiara hacia las tierras en donde reinaba la luz del sol. Al llegar al centro del poblado logre advertir la sombra de un hombre alto y escuálido. Me acerque muy asustado, con pasos demasiados cortos temiendo que sea el mismísimo demonio que besaba llevarme al inframundo (aunque en realidad no estoy seguro de que el infierno sea peor que este lugar). Me coloqué a cinco metros de él, no quería acercarme demasiado, en verdad me daba escalofríos. Logre distinguir su rostro y por un momento pensé que estaba muerto: su cara era pálida y estirada, era tan esquelético que logre contar todas sus costillas, poseía cuatro de cada lado. ¡Deforme!, pensé en un momento, o tal vez se lo habían comido los gusanos. Con una voz gruesa y tenebrosa que no parecía salir de su delgada tráquea, sino del mismísimo infierno, me dijo: ¿Qué haces por aquí? ¿Estas perdido? No me extraña, este es el mejor lugar para perderse”. Tartamudeando por el miedo le pregunté: ¿Qué, qué fue lo que sucedió aquí, por qué el río abunda de muertos y excrementos? ¿Cómo salgo de éste lugar demoníaco?”. El hombre deformó su cara con una sonrisa macabra, propia del mismo lucifer, riéndose a carcajadas me dijo: “Ah, ja ja ja, ¿tu quieres salir de éste lugar? Te diré algo: puedes irte de aquí, pero nunca regresaras a la tierra de los vivos porque ya estas muerto”. Mi cara se transfiguró a causa del temor y las náuseas volvieron a invadirme, largué un llanto desesperado y nuevamente vomité.
Perdí la conciencia y cuando desperté me encontraba en otro sitio: era el final de un camino en donde la senda de bifurcaba en dos carriles: uno ancho y otro mas angosto y estrecho. Cuando me acerqué a la división el raquítico hombre reapareció y me dijo con su mefistofélica voz: “a partir de aquí solo puedes elegir dos caminos, ambos te llevaran al mismo destino: el descanso eterno”. Sus ojos poseían una expresión de maldad como si estuviese ocultando algo importante; prosiguió diciendo: “a tu izquierda tienes el camino fácil, amplio para caminar, donde podrás hacer lo que plazcas, dejarte llevar por los placeres y por los deseos que te invaden; a tu derecha en cambio esta el camino duro, estrecho, allí te prohibirás de los deseos de la carne, no podrás hacer lo que quieras sino lo que te digan; te juzgaran, todos aquellos que dicen ser tu amigos se reirán de ti, es un camino que no te recomiendo tomar”. El hombre me miró fijo y yo dude por un momento, algo dentro de mi me decía que debía tomar el camino de la izquierda, el difícil, pero no quería pasar por todas esas horrendas situaciones que menciono el endiablado esqueleto caminante. Decidí tomar el camino fácil. Ya había sufrido demasiado como para seguir soportando pesares en el futuro, estaba desgastado. Al dar los primeros pasos hacia la bifurcación el hombre me dijo: “recuerda que una vez que entres en la senda ya no podrás arrepentirte”. Seguí caminado y me interné en la ancha calle. Todo se llenó de oscuridad y me perdí en un lugar del que jamás podré salir. Creo que aún podía ver la cara del hombre que me había convencido a tomar esa decisión, en su rostro amorfo podía distinguir una sonrisa propia del mismo Satanás, regocijándose porque otra alma había ingresado en sus dominios.

Ciclo de cuentos cortos